La Cleopatra fatal que recibió al siglo XX
Laia Falcón


ARTÍCULO PUBLICADO POR EL TEATRO REAL DE MADRID





El camaleón de las épocas

Una mujer se desnuda para entrar en la piscina de leche. Una princesa griega aprende a hablar egipcio. Una vampiresa sonríe mientras prueba venenos en sus esclavos. Una niña pelea con su hermano-marido por sentarse en el trono. Una reina enfurecida llora por su biblioteca incendiada. Una pareja de amantes se disfraza de Venus y Marte para decorar sus noches de deseo...

Pasear por la interminable galería de obras que han tomado a Cleopatra como inspiración nos permite observar, de una forma especialmente rica, cómo un mismo motivo puede servir para trazar retratos y narraciones de tal diversidad. Junto a ella, son pocos los personajes que hayan resultado tan sugerentes y rentables cuando el arte y la ficción han buscado en la Historia bocetos con los que despertar, conmover o divertir al público. La extraordinaria personalidad y habilidad comunicativa de esta reina, la novelesca red de anécdotas y leyendas que pronto se entrelazaron en torno a la historia de su vida, el mestizaje de culturas que representaba y cultivaba, el relevante papel que desempeñó en el escenario político de su época y las relaciones que mantuvo con algunos de los hombres más determinantes del momento, son ingredientes que convierten a Cleopatra VII en una garantía de intriga, exotismo y sensualidad. Misterio y fascinación que, al fin y al cabo, responden a esa laboriosa transformación de la mujer en mito que ya comenzó cuando la propia reina alejandrina, consciente del revuelo que despertaba, se encargó de potenciar y modelar con un sorprendente dominio de la persuasión y el espectáculo.

Estamos acostumbrados a ver cómo cambian las interpretaciones de una determinada figura histórica en función de la época desde la que es observada, y nos resulta familiar que el arte, como testigo y agente activo de nuestro mundo, refleje las metamorfosis de esas lecturas. Lo que sorprende en el caso de la última representante de los faraones es que, lejos del debate explícito o de la búsqueda de precisión arqueológica, su retrato artístico cambie tanto y tantas veces. En el recorrido a lo largo de las pinturas, esculturas, poemas, coreografías, novelas, piezas teatrales, canciones, óperas, películas o viñetas que tratan sobre Cleopatra, pese a observar ciertos rasgos constantes, resulta asombroso comprobar que la misma mujer pueda presentar rostros tan distintos. Inteligente estratega, víctima desvalida, ingenua coqueta, seductora asesina, madre luchadora, tirana caprichosa... ¿a qué tanto cambio en un personaje que ya poco tiene que ver con aquéllos que reiteradamente la evocan? Si la gran misión de estas obras es llamar y cautivar al público -el mecenas renacentista que pide un motivo para un bello desnudo, los novios que van al cine a besarse y ver otras vidas, los viajeros que leen en el metro de casa al trabajo y del trabajo a casa-, ¿qué lleva a convertir las mismas anécdotas históricas en un retrato amable o trágico, satírico o reivindicativo, apasionado o moralizante, exótico o cercano? Por supuesto, parte de esta pregunta nos dirige a la individualidad creativa y creadora de los artistas. Pero además, a la hora de escoger una u otra cara del personaje, mucho tienen que ver las inquietudes y las expectativas del propio entorno histórico y social en el que cada una de esas obras fue creada: ¿de qué se hablaba, a qué se temía, qué se buscaba en los distintos ámbitos que sirvieron de marco a la creación de esas pinceladas, luces o palabras? Junto a la pared donde el mecenas colgaría su lienzo, los arrumacos de los novios del patio de butacas o el número de estaciones que el lector pasa cada día bajo tierra, junto a esas importantes cosas que forman nuestra vida, las narraciones que nos acompañan y distraen son una de las principales formas que tenemos de construir o reconocer una representación de nosotros mismos en el mundo. De aprender y afirmar, con avatares y rostros prestados, de qué están hechas nuestras emociones.

¿Tienen las lejanas estampas de esta reina relación con la realidad cotidiana de las sociedades que, una y otra vez, la rescatan desde la aparente inocencia del ocio y el ornamento? A primera vista, quizás no encontraríamos en ella un vehículo tan oportuno para transportar, a través de sus retratos artísticos, la expresión de las cuestiones graves que puedan preocuparnos. Pero lo cierto es que ese desfile de cleopatras que atraviesa más de dos mil años de creación artística nos brinda un privilegiado testimonio, inconsciente en casi todos los casos que lo conforman, de la evolución de una de las constantes tensiones (acallada, dormida o denunciada, pero constante al fin) que nos ha acompañado en nuestra Historia. Nos referimos a la difícil definición y consideración social de aquellas mujeres que, dentro de un contexto preciso (familiar, social, laboral, político), no desempeñan el papel tradicionalmente reservado para ellas sino que, por el contrario, ostentan una destacada posición de poder, iniciativa, fuerza o autonomía. Parecería que el repertorio de anécdotas de la última reina faraónica, al estar, en buena medida, prefijado por el referente histórico, no dejaría mucho margen a la creación argumental ni, por tanto, al reflejo de cambios contextuales. Sin embargo, el modo en que estas anécdotas son escogidas, silenciadas, descritas y relacionadas entre sí, nos brinda un significativo reflejo de las expectativas y juicios que muy distintos entornos históricos y sociales han tenido acerca de las mujeres que eran (o pretendían ser) como Cleopatra.

Desde este punto de vista, la protagonista de la ópera de Massenet y Payen, compleja heroína fatal de la Francia de principios del siglo pasado, ocupa un lugar muy relevante. Si nos acercamos bien a ella y prescindimos por un momento de algunos de sus rasgos más anecdóticos, veremos que su complicado perfil coincide con la definición que la época daba a un tipo de mujer que le resultaba especialmente inquietante. Un tipo de mujer que, fácilmente, podía haberse cruzado con los autores de Cléopâtre en algún café de París o, incluso, asistir al estreno de 1914 en Monte-Carlo. De hecho, basta observar el diseño de los vestidos y peinados que llevaron las primeras divas que la representaron -tan próximos en sus escotes y talles a la moda occidental del momento, como los que se confeccionaron para las representaciones de la temporada parisina de 1919, por ejemplo- para apreciar la contemporaneidad con la que se presentó este personaje al público. Caracterizada en una especie de mezcla necesaria entre el perfil de la mujer fatal y ciertos atributos inmediatos y muy reconocibles de las primeras mujeres independientes, esta Cleopatra desvela mucho de la mirada de su tiempo.


Tras las huellas de la perdición coronada

Parece que el rasgo más pronunciado de la última heroína de Massenet es esa perfidia, esa brutal falta de empatía con que maneja a aquéllos que la aman: entroncada en el ilustre carrusel de despiadadas mujeres de la época -junto a la Carmen de Mérimée, la bíblica Salomé rescatada por Wilde, la Lulú de Wedekind o la Odette de Proust-, esta Cleopatra calma su voluptuoso aburrimiento asesinando a bellos esclavos y saborea con dulzura las desesperadas palabras de los que sufren por su amor. Éste tratamiento es el imperante en las muchas cleopatras del cambio de siglo, como las protagonistas de las lujosas películas de Gaumont o Pathé o del ballet que el empresario Diaghilev estrenaba en Londres y París. Salvo contadas excepciones, la moda de finales del XIX y principios del XX era presentar a la legendaria reina del lujo erótico y los venenos asesinos, probablemente porque esas eran las características del personaje que el público esperaba encontrar. Tan oportuna resultaba esta figura para los esquemas de la mujer fatal, que los creadores no dudaban en ajustarla totalmente a dicho arquetipo, aunque para ello tuvieran que distorsionar o descartar otras facetas del personaje real.

¿Qué rasgos de la Cleopatra histórica la convertían, según los artistas, productores y público de la época, en una candidata tan sabrosa para ser caracterizada como una destructora de hombres? Parecería obligado responder a esta pregunta recordando los trágicos y decadentes finales que, tras relacionarse con ella, tuvieron sus dos grandes amores. Sin embargo, resulta asombrosa la facilidad con que aquéllos que la retratan dentro de este arquetipo, difuminan la rivalidad entre los políticos romanos como verdadero desencadenante del asesinato de Julio César y la guerra contra Marco Antonio. En el libreto de Payen ni siquiera hay un cantante que represente el papel de Octavio, el gran rival de Marco Antonio que se encargó de incendiar los ánimos contra él en su lucha por el liderazgo en solitario de Roma. Y si ésta es una ausencia tan cómoda y comprensible, es porque, a todas luces, la intervención de este personaje no era necesaria para la historia que aquí se quería contar.

Mucho más jugosos debían ser los otros aspectos de la vida de la misteriosa lágida que, a ojos de la época, conducían a culparla del declive de los que la amaron. En este sentido, quizás podemos comenzar por referirnos a ese erotismo misterioso y exótico que acompaña al personaje. Fue la propia reina quien se encargó de acentuar esta faceta, conocedora de la tendencia de la mirada occidental a atribuir -no sin cierta vocación exculpatoria para sus hombres- peligrosos poderes a las mujeres que no son como sus más cercanas. El célebre arte amatorio de Cleopatra, mencionado por los propios cronistas que recogieron las vidas de Julio César o Marco Antonio, la separaba ostentosamente de los códigos de comportamiento para las respetables europeas y americanas de finales del XIX y principios del XX. Si la educación y los manuales de conducta femenina se esforzaban por inculcar un temeroso alejamiento de los placeres sexuales, poco sentido tendría dotar de rasgos nobles a una señora cuya historia de alcoba debió de ser lo suficientemente deliciosa como para servir de reiterado referente a todos los siglos que la siguieron.

En segundo lugar, parece claro que hay un extraño vínculo entre esta adaptación de la legendaria soberana al molde de la femme fatale y su ambición y papel político. En esta lectura del personaje, la época de Massenet y Payen poco se separa de los propios contemporáneos romanos de Cleopatra que, con Octavio como principal artífice, explicaron las victorias de la alejandrina queriendo ver en ella una bruja que destruía con sus malas artes a todos los grandes hombres de Roma: la ira que producía en la República que Marco Antonio, tal y como había hecho Julio César años antes, abandonase su tierra y sus promesas por permanecer junto a una reina extranjera (explosiva provocación a ojos de Roma, ésta de “reina” y “extranjera”), fue aprovechada y reconducida por Octavio con una poderosa campaña de desprestigio hacia la soberana. Esta maniobra, de la que aún se conservan medallones propagandísticos que representan a la enemiga como la gran prostituta del Nilo, inició una cascada de obras de arte que, muchos siglos después, siguieron contando las victorias sentimentales y políticas de esta mujer como un hechizo anulador sobre los hombres que la amaron. Cuando Massenet y Payen terminaban en 1912 el perfil de la heroína, su retrato distaba mucho ya, en siglos e intención, del enfrentamiento político original que había llevado a Octavio a diseñar sus argumentos, pero lo cierto es que aún así, los juicios de éste seguían teniendo sentido a la hora de valorar las hazañas de alguien como Cleopatra. En el universo decimonónico -que, en muchos aspectos aún se extiende hasta el propio 1914- la fuerza de una mujer que era capaz de convencer y modificar la trayectoria de un hombre hasta tal punto, era difícil de explicar sin catalogar sus estrategias como maniobras innobles. En el propio texto de Payen se puede observar cómo las mismas palabras cambian de significado si se atribuyen a la reina o al líder romano: la intrepidez, la nobleza y el orgullo a los que Marco Antonio se refiere al hablar de su propia “fierté”, se transforman en altivez y arrogancia cuando aplica la misma palabra para hablar de Cleopatra. “La mujer fuerte no debe ser más que un símbolo” es una de las terribles frases que aún resonaban desde que, algunas décadas antes, la pronunciara el mismísimo Balzac, uno de los genios que se sumaron a la fascinación por la representación de la mujer. Sencillamente, no podía ser que una de ellas estuviese a la altura de los grandes hombres: algo oscuro e incontrolable les tuvo que suceder a los líderes romanos para que aceptaran los planes de la reina egipcia.

En último lugar, podemos dedicar una breve reflexión a lo que la época de esta obra entendía a menudo por “una mujer inteligente”. Entre las características que conocemos de Cleopatra VII, consta su extraordinaria capacidad de oratoria y negociación, habilidad con la que pudo hacer frente y reconducir a los invasores romanos. No sólo consiguió que abandonasen el plan de convertir Egipto en la despensa de la República, sino que terminó por implicarlos en su propio proyecto de reunir oriente y occidente en un gran imperio. ¿Pero qué significa esta destreza cuando es una mujer poderosa quien la maneja? Es interesante ver con qué capacidades concretas identifican las épocas la estrategia de persuasión de Cleopatra, tan a menudo evocada con una poderosa carga peyorativa (“Cortesana, cortesana coronada” repetirán obsesivamente Marco Antonio y la orquesta mientras aún aquél está libre de las garras de su adversaria). Aunque no tan a menudo como podría parecer, es cierto que los planes estratégicos de la reina recurrieron en varias ocasiones (y, sobre todo en el caso de Marco Antonio) a la seducción física. El episodio del encuentro en Tarso, evocado y reinterpretado por los autores de esta ópera en su primer acto, fue, según los cronistas, el más espectacular ejemplo de ello. Sin embargo, es relevante que esta faceta del personaje, aparte del evidente atractivo que supone para los artistas, termine resultando lógica y suficiente a la hora de relatar los acontecimientos, como si el veterano estratega Julio César o el rotundo triunviro Marco Antonio olvidasen sus planes originales sólo porque Cleopatra les invitó a su cama.

No cabe duda de que los autores de esta obra retratan a su protagonista como una mujer de intuición y dominio de las situaciones fuera de lo común. Pero en la época a la que Massenet y Payen pertenecen, se suelen eludir aspectos tales como las ocasiones en que Cleopatra se puso al frente de un ejército, la esmerada educación políglota de la que hacía gala o el profundo conocimiento que tenía de las realidades y posibilidades políticas de su tiempo. Frente a esta dimensión del personaje se prefiere la faz más sigilosa (y, si se quiere, retorcida) de la célebre alejandrina: su gran capacidad de conocer y manejar las debilidades y necesidades profundas del contrincante. Hay que decir que el modo en que Payen describe la aguda inteligencia de su heroína a través de la forma en que ésta diseña su presentación ante Antonio o maneja los silencios y las aparentes renuncias en sus conversaciones con él, es el resultado de un sofisticado retrato psicológico no tan frecuente entre las obras que la evocan. Además, en este punto, Cléopâtre se convierte en indiscreta lectura de lo que, según la época, podía hacer que un hombre de la talla de Marco Antonio se rindiese al amor: una mujer que abandona lo suyo y viene a ofrecerse explícitamente como esclava, que reconoce la total supremacía de su hombre, que promete las delicias de su cuerpo envolviéndolas en el celofán de la sumisión, y que, sobre todo y antes de pronunciar otra palabra, asegura que ha dejado de existir, de ser quien era (“Cléopâtre n’est plus”) a fin de entregarse a su nueva razón para vivir. Ciertamente, si el retrato de Cleopatra queda claro, no es menos fiel a su tiempo el de Marco Antonio.

Que estas características de Cleopatra VII (la experiencia sexual, la ambición política, las habilidades de persuasión) la convirtiesen, a ojos del occidente de principios del XX, en una coherente mujer fatal, nos dice mucho de la mirada de quienes hicieron y contemplaron su retrato. La fama que Massenet tenía entre sus colegas de conocer y valerse de las expectativas del público no debía aludir sólo al quehacer estrictamente musical, sino también a la elección de los temas y tratamientos. El compositor que, casi veinte años antes y a raíz de la propuesta del dramaturgo Sardou ya había considerado llevar a Cleopatra a la ópera, sabía cómo escoger y contar historias que no resultasen lejanas para aquéllos que irían a admirarlas durante unas horas. Tenía una gran intuición para saber qué esperaba el patio de butacas y no se destacaba precisamente por arriesgarse en extremo a la hora de presentar sus obras ante él. Talante que algunos críticos y colegas tachaban de falta de valentía, por cierto, utilizando para ello apelativos que mucho nos revelan sobre el reparto de virtudes entre hombres y mujeres: “su temperamento femenino [la cursiva es nuestra] no pudo resistirse a la seducción del éxito” escribiría el crítico Émile Vuillemorz en Le Théatre de noviembre de 1919, para referirse al carácter poco arrojado que apreciaba en la trayectoria de Massenet.



Cuando los deseos crueles llevaban pantalones

Si queremos saber más acerca de ese mundo y esa época para quien Cléopâtre fue creada -y que, por ende, explica muchas de las características de la protagonista de esta ópera-, resultan aún más significativos los cambios y licencias que se hicieron sobre la historia de la célebre egipcia a fin de mostrarla como una auténtica femme fatale. El siglo XIX, de quien esta obra y su primer público son firmes herederos, fue un tiempo fascinado por la representación de la mujer. Éste fue un enamoramiento ambiguo que dio lugar a una prodigiosa colección de novelas y óperas sobre heroínas ideales, nacidas del sueño de sus autores y separadas, con enorme frecuencia, de la compleja realidad que vivían sus contemporáneas de carne y hueso. A fuerza de insertar a los personajes femeninos en unos escasos y rígidos arquetipos, el arte de la época dio lugar a una serie de damas de papel que, o bien ignoraban las verdaderas dificultades de las mujeres reales, o bien trazaban oscuras y dramáticas interpretaciones sobre los escandalosos cambios que pedían algunas raras temerarias. Los tres modelos de mujer que, casi de forma exclusiva, se tenían en consideración eran la madre, la musa y la seductora. En el caso de esta ópera aparecen con una extraordinaria claridad dos de los tipos femeninos que se reparten la escena -la cruel letal frente a la abnegada virgen-, moldes que llevaron a los autores a privar a la protagonista de algunos rasgos importantes del referente histórico real. Para que la dicotomía y el enfrentamiento moralizante entre Cleopatra y Octavia (en tantos aspectos parecida, por ejemplo, a la oposición entre Carmen y Micaela en la ópera de Bizet) fuese más eficaz, se eliminan o distorsionan del perfil de la reina aquellos aspectos biográficos que, a ojos de la época, estorbarían a la hora de perfilarla como la perdición del hombre.

En primer lugar, y en consonancia con los parámetros que entonces servían para definir el único gran objetivo de la mayor parte de las mujeres, resultaba necesario omitir el matrimonio de Cleopatra y Marco Antonio y los hijos que tuvieron. Dado el poderoso significado social y moral que la boda y la maternidad mantenían a principios del siglo XX (factores casi exclusivos de medición del grado de realización personal y de respeto grupal de la mujer), no parece que éstos sean unos de tantos entre los muchos recortes que una narración artística necesita en aras de la economía dramática. Si el papel que Payen le concede a la generosa Octavia es servir de contraste con la protagonista y de referente de lo que una verdadera buena mujer hace y entrega, era necesario eliminar todo rasgo de Cleopatra que pudiese matizar los papeles. Octavia aparece enmarcada en una dulce tranquilidad hogareña que anunciaría lo que Marco Antonio podría tener si permanece junto a ella, en oposición al jolgorio arrabalero de taberna alejandrina (imposible no acordarse de la cueva de Lilas Pastia) que aparece en el siguiente cuadro. Su candor de novia contrasta con la densa voluptuosidad que impregna todas las apariciones de la reina. Su abnegación y total rendición a Marco Antonio, puestas de manifiesto cuando aún le desea felicidad en el momento en que él la abandona, realzan el cruel y explícito placer que experimenta la egipcia con el dolor de los que la aman. Octavia es la generosidad que sirve para acentuar el egoísmo demoledor de su oponente: cuando, en el tercer acto, la joven abandona valientemente Roma para convencer a Marco Antonio de que vuelva y recupere el perdón de los suyos, le está ofreciendo una paz que no sólo se refiere a la ausencia de enfrentamiento bélico, sino que, en otro plano, le traería la última posibilidad de no quemarse en el infierno interior al que Cleopatra va a arrastrarlo.

Y en esta compleja red de oposiciones hay una que las sobrevuela, contradiciendo el verdadero perfil del personaje histórico a fin de adecuarlo mejor a los esquemas de la mujer perversa de principios del XX. Nos referimos a una diferencia que en la época no era en absoluto inocente ni, desde luego, pasaba desapercibida: Octavia quiere ser la esposa, mientras que Cleopatra se ofrece como amante y, abiertamente, le dice a Marco Antonio que no piensa pedirle compromisos a cambio. Resulta significativo, por cierto, el doble juego de valencias que, por una parte califica negativamente la conducta de la protagonista (“ella ni conoce el nombre de los amantes a los que ha estrechado entre sus brazos”, masculla el triunviro a modo de insulto) y, por otra, la describe como lo irresistible y atractivo para Marco Antonio. Para poder pintar a Cleopatra como la lógica devoradora, la larga relación que mantuvo con el que fue su último esposo debía pintarse como una breve y precipitada aventura oriental: aludir a su boda o presentar a los mellizos Alejandro y Selene gateando por el escenario, hubiese entorpecido el retrato de una mujer que, obcecadamente, tenía que entrar en los esquemas de la femme fatale. No olvidemos que, en la época en la que se fraguan las armonías y las palabras de esta Cleopatra, occidente se prepara sin saberlo a uno de los temas difíciles de sus sociedades: por un lado se asiste al éxito profesional, aislado pero revelador, de ciertas pioneras, y por otro se insiste en buscar argumentos que lo desacrediten, alegando que estas mujeres se separan de su única y verdadera misión social, que no era otra que la de tener y criar a los niños. El terrible año 1914 será además una fecha clave para esta tensión: con el comienzo de la Guerra Mundial, muchas mujeres tendrán que salir de casa para ocupar los puestos vacíos de los hombres que han marchado al frente. Tras la contienda, numerosos gobiernos agradecerán el valioso papel desempeñado por sus ciudadanas, pero apresurándose a instaurar –con un torrente de fiestas nacionales y premios propagandísticos-, el papel de la madre que no sale del hogar como el perfil de la auténtica mujer digna de admiración. Definitivamente, no era oportuno mostrar que la reina que ambicionó juntar oriente y occidente fundó una gran familia y se ocupó, como una de sus tareas prioritarias, de educar a los herederos de tal proyecto.

Otra licencia que podría encerrar cierta relación con la propia contemporaneidad de los autores y el público de Cléopâtre, es la versión que Payen hace de la célebre costumbre que Cleopatra y Marco Antonio tenían de disfrazarse para amenizar sus amores. Esta colorida afición, que ha dado pie por sí sola a muy variadas obras sobre la reina alejandrina, ya aparece sutilmente evocada en la presentación que Spakos hace de su señora: “Venus-Cleopatra” no es una combinación de nombres que sólo aluda a la belleza y el magnetismo de la recién llegada, sino que hace referencia a la apariencia que, en sus juegos eróticos, la reina adoptaba ante su “Marte-Antonio”. Además de estas cabriolas escénicas, sabemos por los cronistas que a la pareja también le gustaba vestirse con las ropas de los mortales y, protegidos por el anonimato, gozar de la voluptuosidad de las noches de Alejandría. Aparte de que los autores decidieron no incluir a Marco Antonio en esta práctica del disfraz, la forma en que el cuadro de la taberna muestra a Cleopatra resulta más que significativa si pensamos en la época en que fue creada. Y es que, aunque son muchas las obras que aluden a su costumbre carnavalesca, son muy raras las que la visten con ropas de hombre. Si bien es cierto que el travestismo momentáneo es un frecuente recurso teatral, resulta muy excepcional en las puestas en escena sobre la soberana: se la viste de doncella de la reina, como encontramos en el Julio Cesare de Haendel, o de sensual y misteriosa bailarina, al modo en que Cottafavi nos la muestra en Las legiones de Cleopatra, pero rara vez de joven egipcio. No se nos escapa que ésta es una imagen que añade importantes cargas de tensión erótica a la escena y, con ella, al personaje. Ya de por sí subía el voltaje al mostrar, en un gran teatro de ópera, a una mujer que admira y desea con semejante voracidad el cuerpo de un efebo, como para además darle otra vuelta a la tuerca y vestirla de hombre a ella también. La electricidad sexual estaba asegurada, fuese cual fuese el planteamiento escénico. Si el papel del muchacho lo desempeñaba un hombre, el público podía contemplar a una mujer masculina que devoraba con sus comentarios cada movimiento del torso desnudo de un escultural bailarín. Pero si el papel lo interpretaba una bailarina, como sucedió por ejemplo en el propio estreno en Monte-Carlo, el cuadro de la taberna se convertía en la nada insípida escena de deseo entre dos mujeres vestidas de hombre.

Pero, dejando a un lado las posibilidades escenográficas de estas combinaciones, no debemos olvidar quiénes eran las que, en el imaginario colectivo del XIX y principios del XX, “se vestían de hombre”. Cuando Massenet y Payen trabajaban en esta ópera no hacía tanto tiempo que en Francia se había acuñado el término “georsandistas” para referirse a aquéllas mujeres (literatas, sobre todo) que siguieron el ejemplo de la escritora parisina y salieron del hogar para presentar su obra y asistir a las tertulias artísticas. Aunque Cléopâtre se estrenó casi cuarenta años después de la muerte de George Sand, lo cierto es que la escandalosa impronta de ésta, así como la inmediata marca de vestirse de hombre para acomodarse a su nuevo y revolucionario estilo de vida, seguía siendo la primera referencia, tanto para las que intentaban imitarla como para los que señalaban tal conducta con recelo. Que la Cleopatra de Payen y Massenet presente esta significativa mezcla de los rasgos propios de la femme fatale y las marcas más anecdóticas pero visibles de la mujer independiente y creadora, delata, como poco, la asociación –identificación, casi podríamos decir- que la época hacía entre ambas. Parece pues que esos “deseos crueles” que Octavia ve en su rival, casaban, según los artífices de esta ópera con la imagen de las mujeres que salían a los cafés de París con pantalones y chaqueta. Enfundada en la túnica de un joven egipcio, la Cleopatra fatal se viste de inquietante mujer moderna para recibir al siglo XX.


La hora más dulce: “Cléopâtre n’est plus”

Entre los rasgos que los artistas de esta obra inventaron para su peligrosa heroína, el más importante puede ser esa sed de sufrimiento ajeno que proclama Cleopatra. La princesa que luchó por gobernar en solitario, la reina que quiso resucitar el proyecto de su antepasado espiritual Alejandro Magno, la primera de toda una dinastía en aprender el idioma de su pueblo para no ser una monarca intrusa, es traducida en esta obra como una tirana que sólo halla ternura y emoción con el dolor de los que la aman. Si la función narrativa de Octavia era realzar lo mucho que la soberana se separa de “la mujer natural”, la misión de Spakos es mostrar cómo funciona el corazón y el deseo de la protagonista: “¡Vamos, insúltame! ¡Tus ojos son mucho más bellos cuando el furor te enloquece!”, es la cruel frase con que Cleopatra provoca, divertida ante el profundo dolor del enamorado Spakos.

Desde luego, no podemos decir que los autores dejen fisuras sobre el espíritu de la gran lágida: si aún teníamos dudas, el episodio del esclavo sacrificado a la muerte a cambio de una dulce mirada de su señora -estampa cuyo crimen se vuelve aún más atroz al ser contado con la voluptuosidad y la suavidad de la más bella canción de amor- nos confirma que esta Cleopatra es un monstruo enloquecido. Sin embargo su retrato dista mucho de la caracterización fácil: de hecho, la capacidad de destrucción que encierra este personaje es mucho más peligrosa y real en tanto sus palabras y sonidos lo perfilaron, magistralmente, con una terrible ambigüedad de dulzor y sadismo. El juego de dobleces y cambios de marcha con que Cleopatra envuelve sus intervenciones, todavía nos hace preguntar, junto al enfebrecido Marco Antonio, si hay o no verdad en sus cartas y sus besos. El peligro de este demonio es que, aún prevenidos de su maldad, nos lleva a dudar una y otra vez de la naturaleza de sus sentimientos. Y quizás el interés último de presentar a la gran reina del Nilo como esta vampiresa sin corazón, era poder mostrar su arrepentimiento y su justo castigo. Bastaba con contar su vida como una truculenta sucesión de maldades, porque, en lo concerniente al episodio final, la propia Cleopatra VII se encargó de diseñar una estampa teatral que diese que hablar por los siglos de los siglos: como si supiese que iba a figurar entre los grandes personajes femeninos de la lírica de finales del XIX y principios del XX, la última reina del Egipto faraónico acaba muriendo en una combinación única de dolor, decadencia, misterio y solemnidad.

En las páginas de esta ópera, la primera vez que la reina egipcia contesta a Marco Antonio, tras su voluptuosa entrada en el campamento de Tarso, pronuncia una extraña frase de presentación: “Cleopatra ya no está, dejó de existir, ha muerto” podríamos entender por su “Cléopâtre n’est plus”. En la habilidad persuasiva de desarmar a su adversario diciéndole lo que quiere oír, la heroína de Massenet incluye la promesa de su propio fin como parte de la ofrenda. Y la forma de venderlo no es inocente: la desaparición de la reina, de la poderosa Cleopatra, dará lugar a otro ser distinto. ¿A quién? A “una mujer”. Aunque en el bullicio del primer acto esta frase pasa desapercibida, su significado profundo puede encerrar muchos más matices que la simple intención de presentarse como “una mujer corriente”. El propio curso de la narración va trazando una sutil línea que marca la transición de su protagonista, desde el fatal talante destructivo hasta su conversión en una mujer que ama y llora. De hecho, esa desconcertante frase de presentación podría anunciarnos un mensaje que no cobraría sentido completo hasta el último acto cuando, efectivamente, Cleopatra asiste a su propia desaparición al tiempo que despierta al amor sincero.

Hasta este punto, la conspiración entre música y texto nos había mantenido intrigados, sin dejarnos saber la verdad del personaje. Algo nos inquietaba en cada una de sus intervenciones: desconfiábamos del tono adulador y aparentemente sumiso con que se presentó ante Antonio, pero un poco más adelante, nos resistíamos a ver falsedad en las bellas cartas de amor que le envió. Pero es en el estremecedor retrato de la muerte de la protagonista dónde esta obra alcanza su verdadera cima. La suavidad dolorosa de la despedida, la amargura de la derrota y la sinceridad del miedo de la reina ante su propio fin, dejan que, por primera vez, Cleopatra se revista aquí de una profunda humanidad. El telón de fondo sigue siendo atroz porque, en su fascinación por el dolor ajeno, la reina no ha llegado a amar a Marco Antonio hasta que éste ha sido totalmente destruido. Pero aún así, el episodio de la confesión amorosa y del suicidio es de un lirismo estremecedor. Con el referente cercano de la bellísima recreación que Berlioz hizo del último aliento de la egipcia, Payen y Massenet trazan unas conmovedoras páginas de arrepentimiento, perdón y temor ante la muerte que poco tienen que ver, ahora sí, con el final estereotipado de una devoradora de hombres. Cumpliendo la promesa con la que entró en escena, la llama de Cleopatra se extingue justo en el momento en que el amor la convierte en una mujer.

“No hace falta morir”, había dicho la cínica protagonista de esta ópera cuando, al final del segundo acto, todavía era la terrible Cleopatra. “Tranquila, ya falta poco” le responderán los nuevos tiempos que, aguardando tras el umbral de 1914, podrán contar su historia dejando que la mujer que siente y ama exista aún mientras la reina vive.















Laia Falcón, doctora en Ciencias Sociales por la Sorbona y en Comunicación Audiovisual cor la Complutense, es soprano, actriz, autora del libro "La Ópera" en Alianza Editorial. Su curriculum, enlaces a audios, vídeos, opiniones de autoridades y alumnos, publicaciones, investigaciones, ... en https://laiafalcon.blogspot.com/

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